1 de enero de 2007

Alicia y el conejo blanco

Por Raquel Medina



Alicia soñó anoche con el País de las Maravillas. Al despertar, perdida entre la realidad y la noche, decidió salir a pasear en busca del conejo blanco. Encontró gente muy cortés, gente muy fría, encontró emigrantes con acentos extraños y también alguna reina paranoica. Pero no vio al conejo blanco. Se perdió buscando en los museos, en los parques, en las calles inmensas de la ciudad soberana. Fue incluso hasta el río y cruzó uno por uno todos sus puentes. Desde Waterloo Bridge observó el Gran Reloj, siempre en hora; bajó las escaleras hasta la orilla sola, sola en la multitud de gente de distintas razas, todos separados, cada uno en su apropiado lugar. Buscó algún parecido entre ella y cualquier otro. Vio a los negros caribeños, vio a los blancos caucásicos, a los hispanos e hindúes, vio árabes, africanos y asiáticos. Y algunos a los que no supo clasificar. Todos junto al río. No lo encontró.

Alicia estaba aprendiendo a observar en silencio. Miraba los ferrys cruzar el Thames, bajo los gritos de las gaviotas, y respiraba el mar, amplio, libre. Le preguntó en silencio al río si había visto al conejo blanco. No le contestó. Tampoco lo hicieron las gaviotas chillonas.

Estaba a punto de irse cuando un hombre alto, de ojos grandes y piel negra, le preguntó con un fuerte acento: “¿Buscas a alguien?”. Ella se volvió y se detuvo en su blusón de colores, en su pantalón inmaculado. Él, inclinó la cabeza para dirigirse a Alicia, sonrió y su sonrisa blanca brilló en su rostro moreno. Repitió la pregunta: “¿Buscas a alguien?”. Sin saber por qué, Alicia se sintió más extranjera que nunca al contestar en voz baja: “Busco al conejo blanco”. El extranjero soltó una fuerte carcajada que dejó a la vista todas sus muelas y algún diente dorado. A todos menos a Alicia, que agachó la cabeza avergonzada. “Todos buscan lo mismo cuando llegan a esta ciudad”. Ella miró a su alrededor; vio de nuevo gente ajena, con sonrisas ajenas y palabras extrañas. No descubrió nada en sus ojos. Era imposible que alguna vez hubiesen buscado algo. Pero él adivinó sus pensamientos.“Ellos ya no creen en conejos blancos. No creen en unicornios, ni en Dios ni hadas madrinas. Sólo creen en sí mismos, en su trabajo, en su dinero –el hombretón se detuvo un instante cuando Alicia levantó el rostro y clavó su desencanto sobre él-. No les culpes –añadió, su sonrisa abierta se apagó por un momento-, es difícil encontrar a alguien en esta ciudad”.

Sin más, el extraño se marchó en dirección contraria, hacia el puente de Westminster, hacia el Gran Reloj, andando en silencio, sin que sus sandalias hicieran ruido sobre el asfalto. Alicia se quedó allí, sola otra vez, extranjera como siempre, junto a la orilla del río, viendo al extraño personaje alejarse hacia de su vista. Y se preguntó, por un momento, si estaría buscando en el lugar correcto.

Alicia soñó anoche con el conejo blanco. Perdida entre la mañana y el sueño, decidió dar un paseo con él por el País de las Maravillas.

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