3 de enero de 2007

Truman Capote

Por Marga Fociños

A mí me ha pasado. Y estoy segura de que no soy la única. Por ejemplo, Javier Marías me dijo hace poco (bueno, a mí y sus lectores de El País) que a él también le pasa. De repente, venga más o menos a cuento, alguien decide hartarnos: nos hace desayunar, comer, merendar, cenar e irnos de copas con algún genio creativo muerto y enterrado. ¿Cultura o capitalismo? ¿Admiración o posibilidad de negocio? Sea cual sea la respuesta, tengan un poco de paciencia para que, por favor, por favor, por favor, sus oídos no chirríen si escuchan otra vez el nombre de Truman Capote, resucitado, si de verdad no está entre nosotros, gracias a esa película de título tan taurino.





Truman Capote (Nueva Orleans 1925 – Los Angeles 1984) era un genio. No lo digo yo, sino miles de sabios de todo el orbe y millones de lectores. Esto debería bastar para hacerle reverencias. En el confluían el periodista, el poeta, el rey de todas las fiestas (de muchas fiestas) el investigador pertinaz y el personaje histriónico devorado por su propia existencia y por un carácter con efectos secundarios y daños colaterales.

Literariamente, brilló desde la infancia, porque el placer de escribir, al contrario que su familia, le acompañaba siempre y no le fallaba nunca. A los 21, cuando la mayoría no saben aún qué hacer con su vida, él ya estaba dando un giro a su forma de vivir de las palabras: de una carrera periodística que comenzó a los 17 años en The New Yorker, a la literatura. Además tuvo la suerte de que no sólo gustaran sus primeras obras, deliciosos relatos cortos como Myriam o Mi versión del asunto (ambas de 1945), sino de caer en gracia a una floreciente sociedad neoyorquina, la de los que se creían la monarquía de Norteamérica, que lo regaba todo con champán y permanecía ajena a los esfuerzos que el resto del mundo hacía para reponerse de una guerra.

Orgulloso de su sexualidad
Nunca tuvo dudas de su tendencia homosexual, algo que le sirvió para significarse aún más entre su corte de admiradores y dejar sin argumentos a quienes pretendían mostrarse indiferentes, y tan impactante fue la publicación de uno de sus libros fundamentales, Otras voces, otros ámbitos, (1948), como la foto de la contraportada del libro y que seguro que ha decorado miles de paredes de habitaciones de adolescentes en busca de la moda extraoficial: Truman, como en la versión masculina de una lolita adolescente y tumbado en un sofá, posaba para la cámara de Harold Halma, mirando con sus grandes ojos muy abiertos, entre desconcertado y desafiante. Una foto con un mensaje tan actual, que si hubiera permanecido oculta, los Calvin Klein o Hugo Boss de la historia, pagarían millones por colarla hoy día en todas las revistas del mundo.
(Foto que ilustra el artículo)

Desayuno en Tiffany´s
A partir de ahí, de la brillantez, de la simpatía, de convertirse en un personaje fundamental, sólo quedaba la posibilidad de ascender. Y ascendió. Escribió Desayuno en Tiffany´s, la historia de una joven que ya sólo pude tener el rostro de Audrey Hepburn y que hoy en día sigue provocando que haya colas a las puertas de la joyería.

Y siguió ascendiendo. Tanto, que inventar cosas ya no parecía suficiente y creó un nuevo género literario: la novela de no-ficción. Como tantas otras veces, el delito es el origen. Una familia normal y corriente de la hipertranquila localidad de Holcomb, Kansas, aparece acribillada a balazos. Capote decide contarlo. Primero se centra en ver cómo ha afectado el crimen a la tranquila comunidad escenario de la masacre, y después, cuando se detiene a los dos criminales, entenderlos a ellos. Junto a él prepara la maleta para viajar a Kansas la escritora Harper Lee, que poco después escribe Matar un ruiseñor.

A Sangre fría
Los seis años que pasaron desde que se cometió el crimen hasta que A sangre fría ve la luz es lo que relata la película que protagoniza Phillip Seymour Hoffman. Capote se involucra en todo lo que rodea al crimen, se hace amigo del investigador del caso, se cartea con los dos asesinos, pero sintiendo más inclinación hacía uno de ellos, del que dicen que llegó a enamorarse, y espera pacientemente a que se resuelvan los recursos de la defensa, que no logran evitar la ejecución de los criminales, a la Capote asiste como invitado, con un sentimiento macabro: el deseo de que llegue definitivamente el final de los hechos que le han proporcionado el material necesario para pasar a la historia de la literatura.

Escribir una obra maestra que se había gestado durante seis años parecía demasiado incluso para él, que afirmó “Tener que escribir el libro no me resultó tan difícil como tener que vivir con él”. Y sobrevivir a él. Después de publicar A sangre fría, con sólo 41 años, Capote pareció ser el único en no darse cuenta que de que no podría llegar más alto. Planeo una obra aún más magistral, que llevaría el título de Plegarias atendidas, pero la publicación de algunos fragmentos en los que ridiculizaba a algunos miembros de la corte que le rodeaba, le asestó un golpe mortal y nunca lo finalizó. No entendía cómo quienes le habían idolatrado ahora le rechazaban, (“¿acaso me consideraban su bufón?”).

Drogas, alcohol y desequilibrios
Truman Capote no consigue terminar ningún libro más. Sólo logró recoger diversos artículos en Música para Camaleones. En su descenso iba cargado de drogas, alcohol y desequilibrios emocionales que le llevaron a la muerte en 1984. Escojan el aniversario que prefieran: 26 años después de su muerte, 81 después de su nacimiento, 40 desde que se publicó A sangre fría… Yo celebraré que hace unos cuantos millones de segundos Capote se sirvió su última copa. Y haré lo mismo mientras abro A sangre fría y releo: “El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman ‘allá’…”

EL NUEVA YORK DE TRUMAN CAPOTE
Capacidad creativa aparte, me imagino a Truman Capote como una especie de Boris Izaguirre, desvergonzado, amaneradísimo y, a partes iguales, punzante e hiriente o manso como un corderito. Siempre brillante. Pero ¿se podía vivir en medio del exceso en los años de la caza de brujas de McCarthy, en la que se condenaba todo lo distinto? Parece que sí, si el entorno era una FIESTA, así, con mayúsculas.
Después de hacer suya la ciudad durante décadas, la madre de todos los saraos tuvo lugar en 1966 cuando Capote celebró una fiesta en el neoyorkino Hotel Plaza, a la que los invitados debían llevar una máscara en el rostro e ir vestidos de blanco o de negro. Obviamente, no faltó ninguna de las Paris Milton y Sarah Jessica Parker del momento: Jacky Kennedy y su hermana Lee, Gloria Vanderbilt (sí, la del perfume del cisne), el matrimonio Paley, Bill, presidente de la CBS, genialmente retratrado en otra peli imprescindible de la temporada, Buenas noches y buena suerte, y su mujer Babe, editora de Vogue y la más querida amiga de Capote. Ojalá se pudiera viajar en el tiempo…

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