Hollywood Boulevard, la meca del hormigón
Por Cesar Méndez
“Here Daddy, Mickey Mouse’s star!” Un niño de unos cinco años se emociona cuando ve la estrella del pequeño ratón grabada en el suelo de una calle. Es julio y, aunque el reloj marca las diez de la mañana, el sol achicharra. Se ve un gran movimiento quizá porque en esta calle, más que por los monumentos o por la moderna arquitectura, atrae por el turismo. Aquí no hay iglesias góticas ni palacios renacentistas. Lo poco que pude sonar a gótico es la música que se escucha en una tienda de tatuajes. Porque la cultura en esta parte del mundo pasa por la movida glam como Mötley Crüe, el cine, el teatro, las licorerías, las tiendas de souvenirs y, por supuesto, la gran sonrisa falsa de un payaso.
Estoy en Hollywood Boulevard, más conocido como paseo de las Estrellas, donde las actrices pasean sus preciosas piernas con sus trajes Versace por las fiestas y los estrenos de las películas. Aquí donde huele a glamour y se respira el famoseo. O riqueza. Así, cámara en mano, la gente te asalta en cualquier esquina. Te miran como si fueras alguien conocido y, cuando les miras a ellos, te sonríen y saludan como si quisieran ligar contigo. Pero qué va, solo ha sido la segunda sonrisa falsa que recibo por la vergüenza que han pasado al ver que no era una estrella del celuloide. Hasta los colegiales te piden que les dejes paso para llegar hasta el puesto donde venden una porción de pizza con coca-cola que compran por dos dólares. Comida rápida y barata, qué sana.
El asombro y fascinación que despierta presenta al bulevar de Hollywood como uno de los rincones que obligatoriamente debemos visitar, pero en el fondo, la realidad se desvirtúa y cometemos el error de hacer grande lo nimio, lo minúsculo. Envidiamos un suelo narcisista e hipócrita. Como la mayoría del suelo que se extiende por Los Ángeles en sus miles de kilómetros. Igual es porque para saber apreciar la cultura americana debemos adentrarnos en su mentalidad y disfrutar de la vida como ellos: yendo de compras, viendo un filme o haciendo deporte en la playa mientras los vendedores ambulantes te ofrecen un cuadro del indio navajo de turno.
Por ello, camino despacio. Me fijo en el suelo, en cada estrella, en cada rincón de la mitificada calle. Me imagino que por aquí han pasado los más ilustres personajes de la cultura americana, y esto te da un cierto respiro, un soplo de aire que te sumerge dentro de la masa. Uno más de ellos. Bueno, excepto que me falta la cámara. La única foto que me hago es en el fotomatón dentro del Teatro Chino con una española que he conocido por accidente. El teatro resulta acogedor, con sus pagodas de color rojo y sus torres con dragones de oro en sus paredes. Probablemente sea el mejor sitio. Rosa, la guapa española, viene de Madrid con sus padres. Me ha pedido que le fotografíe con las manos y zapatos grabadas en cemento de Jack Nicholson, del año 74.
Y con ella recorro la calle. Unos metros más adelante del Teatro Chino hay un museo. El silencio se apodera de la gente que se amontona en las puertas y yo no puedo más que reírme: museo-de-los-récords-guines. Pero aquí no acaba todo y, como si de una segunda parte se tratara, las baldosas de granito con estrellas me conducen hasta el museo de cera. Tiene su gracia, su encanto. Tantas tonterías alrededor conducen a la curiosidad. Y cuando entro y me choco contra Chuck Norris y a Superman, opto definitivamente por sentirme más integrado. Me voy a comprar la camiseta del héroe en la tienda de al lado. Y un lápiz de Pluto, una taza con mi nombre, un espejo de colores y una toalla.
Pero aunque parezca ridículo, el sitio de reunión, el sitio por excelencia de la comuna americana es un gran edificio en medio de la calle: Mc Donalds, el de la sonrisa falsa. Cuando se acerca el mediodía todos corren hacia la hamburguesería a refugiarse del calor entre sus paredes de color amarillo y poder engullir un menú con patatas fritas congeladas. Qué suerte.
Apenas he caminado hasta la mitad de la calle y ya he visto todo. Tiene gracia. El Paseo de las Estrellas… Los Ángeles, Hollywood. Aquí donde el culto al cuerpo y la belleza imperan sobre cualquier valor. Doy media vuelta y observo que aparcan cerca del Teatro Chino cinco autobuses con turistas chiflados. Pero miro al suelo: Nicholas Cage, Elvis Presley, Edward James Olmos, Plácido Domingo… Lo que faltaba: ¡Julio Iglesias! Que se vayan al cuerno. Yo me voy con Rosa a comer en un restaurante argentino de Melrose y, de paso, me acerco hasta el Guitar Center. Quizá para apreciarlo tenga que degustarlo por segunda vez, como un buen libro. Quién sabe.
Sólo pienso que mañana me apetece conocer otros lugares. Igual subo hasta la montaña de Hollywood, me voy hasta Venice para que las hippies de los puestos (los que nosotros llamamos jomeinis) me hagan un masaje, hago un tour por el centro de la ciudad (Downtown) o voy al concierto de Pretty Boy Floyd en el Whisky And Go-Go de Sunset. Porque Los Ángeles esconde rincones mucho más apetecibles. Y no hablo de sus sitios de culto al sexo, porque para eso me conformo con Rosa.
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